A los 11 años, Juan Carlos había tenido pocas buenas experiencias. Vivía con su abuela en San Pedro Sula, Honduras, desde que tenía memoria, pues su madre había ido al norte a ganar el dinero con que ayudaba a la familia. De vez en cuando llamaba por teléfono, pero eso ocurría cada vez menos. La recordaba a través de una foto en la que una joven de sonrisa triste y con trenzas sostenía a un bebé que le habían dicho era él. Su hermana mayor, Reina, se había ido hacía tiempo a vivir con su padre a un pueblo de Guatemala; pero sólo ella, pues Juan Carlos tenía otro padre del que nada se sabía y del que su abuela hablaba sólo insultos.
En San Pedro la vida no era fácil. Aprendió muchas cosas con los gritos de su abuela, a obedecer, defenderse, pelear, robar y a trabajar en la calle obligado a golpes por su tío Adán, hermano de su violenta y malhablada abuela. Vendían cosas robadas o dulces y lo ponían a pedir limosna. Su abuela vendía comida desde la ventana de su casa y Juan Carlos tenía que ayudarla por las tardes. Aunque a los siete años empezó a ir a la escuela, dejó de hacerlo cuando las pandillas lo obligaron a traficar con drogas y a golpearlo con frecuencia, hasta amenazarlo de muerte.
Escapó para ir a buscar a su madre, que cada año prometía que iba a mandar por él para vivir juntos en California. Se unió a un grupo de muchachos que iban hacia México pasando por Guatemala. Con ellos cruzó la frontera y abordó ilegalmente el tren llamado “la bestia” en Chiapas. De eso hace ya seis años. Viajando por México vio y sufrió violencia y abusos de todo tipo, incluso sexuales; gente muerta o mutilada por el tren; cómo la policía y los agentes de migración mexicanos estaban coludidos con los pandilleros asesinos de la Mara Salvatrucha y con ladrones y asaltantes que abusan, golpean y violan a migrantes, mujeres y niños. Vio a los Zetas raptarlos y obligarlos a unírseles para traficar con drogas, y a las mujeres trabajar y darles servicios sexuales a cambio de no hacerles daño. También vio ejecuciones masivas. Aprendió que todos abusan de los migrantes, aunque también haya quienes los ayudan.
Entró y salió varias veces de México, incluso deportado, e hizo de todo para sobrevivir: trabajar, robar y asaltar. Vivió en varios lugares a lo largo de las vías férreas y hasta ayudó a otros migrantes orientándolos y aconsejándoles por dónde ir o qué hacer para evitar peligros o conseguir alimentos. Finalmente, llegó a Texas después de dos años. Fue capturado por la patrulla fronteriza y encerrado en un centro de detención con cientos de menores sin acompañante; fingió ser mexicano y fue deportado a Ciudad Juárez. Encontró refugio en un centro de ayuda para migrantes en la frontera mexicana y por ahí terminó de crecer trabajando como albañil. Ahora, a sus 17 años, podría escribir un voluminoso libro con varios capítulos dedicados a las diversas situaciones y problemas que enfrentan los migrantes centroamericanos en su afán por escapar de su terrible realidad opresiva y llegar a la tierra de los sueños prometidos, pocas veces cumplidos, no sin antes experimentar la inevitable pesadilla mexicana.
Ahora opina como experto sobre los niños inmigrantes y la situación migratoria y humanitaria que tiene en vilo a la administración Obama y a los políticos de ambos partidos en el Congreso. No entiende que los traten así; aunque piensa que a los niños esa experiencia los ayuda a hacerse hombres, pues la vida es dura y hay que ganarle la pelea o te mata. Todavía recuerda con una mezcla de nostalgia y desencanto su estancia de poco más de un mes en Estados Unidos. Dos semanas encerrado en una casa de seguridad mientras los coyotes negociaban la liberación de los migrantes con sus familiares. Él había dado un teléfono falso para que contactaran a su mamá. Irónicamente lo salvó de la mentira una redada de migración, donde liberaron a los cuarenta y tantos inmigrantes retenidos por los contrabandistas de personas.
Las otras tres semanas las pasó en un centro de detención, donde lo trataron un poco mejor, pues le daban de comer y había un policía bueno, aunque también uno malo, que los amenazaba, insultaba y golpeaba a algunos malportados. Recuerda el olor que ahora llama “a limpito” y la perfección única de casas y árboles alineados que veía desde el autobús que los trasladó a la frontera; la autopista, los automóviles, los uniformes impecables de los agentes y su tecnología, todo reluciente y hermoso, desde su punto de vista. Nada de mugre, polvo, ni basura, ni comida descompuesta o animales callejeros. Nunca olvidará ese aroma a hamburguesas de McDonalds.
Victor Reyes is a translator, teacher and native of Puebla. The English version of this column will appear in an upcoming edition.