Durante mi estancia en México, un sobrino me invitó a ir con su esposa y su pequeña hija a visitar el terreno que compraron en una zona campestre, apartada del bullicio urbano, a hora y media de la ciudad, sobre la Sierra Norte. La idea, me explicaban, es aprovechar precios razonables y disfrutar la naturaleza que aún queda en lugares como ése. Su terreno tiene muchos árboles y un riachuelo que recorre su parte baja. Poco a poco, planean construir una cabaña y pasar fines de semana y días festivos en esa tranquilidad imposible en las crecientes ciudades.
Para llegar, cruzamos algunas poblaciones urbanas y muchas rurales, por carreteras nuevas—de cuota—y otras no tanto. Al oeste vimos alejarse al humeante Popocatépetl y a su compañero Iztaxíhuatl, mientras al norte nos acercábamos y rodeábamos La Malinche, los tres volcanes hermosamente nevados. Pero algo inusual y aparentemente inexplicable fue que, además de las habituales viviendas rurales pobres y desvencijadas, había numerosas casas recién hechas, grandes y ostentosas, con una extraña arquitectura mixta y ecléctica.
Casi todas colindaban con la carretera, mostrando un poder económico pocas veces visto, aunque también las había esparcidas dentro de los pueblos, resaltando por sus dos o tres pisos y fachadas recientes, bien cuidadas, de vivos y brillantes colores y sus ventanas con cristales excesivos e incluso polarizados. Al preguntarle a mi sobrino sobre esas casas extravagantes que contrastaban con el paisaje, su respuesta fueron dos palabras: las remesas.
En los últimos veinte años, el estado de Puebla ha llegado a encontrarse entre los cinco estados mexicanos que más expulsan migrantes y mano de obra barata a Estados Unidos. En especial a Nueva York y alrededores, al punto que aquí ya lo llaman “Puebla York.” El resultado en esos pueblos empobrecidos ha sido un cambio económico desequilibrado, debido al flujo del dinero que reciben, producto del trabajo migrante pagado en dólares.
Parte de esas remesas la dedican los migrantes a cumplir con el sueño de construirse y poseer una casa en su pueblo. Así ha ocurrido en todo el país durante décadas, transformando en ocasiones la economía local por el exceso de dinero gastado en construcciones excesivas y bienes inmediatos e innecesarios que encarecen la vida ahí, en lugar de invertirse o usarse en proyectos productivos. Cuando ese dinero supera al que genera el trabajo local, muchos artesanos, pequeños comerciantes o campesinos pobres prefieren dejar de trabajar y producir, para vivir sólo de las remesas.
Con frecuencia, estas abigarradas casas nunca son habitadas por sus dueños. Pocos regresan a vivir a sus lugares de origen y, cuando lo hacen, quieren volver a Estados Unidos cuando no pueden ganar en sus pueblos lo que obtenían allá. Otras veces ya tienen su vida hecha en el Norte o sus hijos no quieren volver a un lugar que consideran ajeno, sin las comodidades que acostumbran. Algunos de los recientemente deportados regresan a casas a medio construir—que también las hay en abundancia—o migran a otras ciudades del país por falta de trabajo.
Aunque en 2008 el dinero enviado a México por los inmigrantes llegó a su máximo histórico de casi 30 mil millones de dólares, desde entonces empezó a bajar, principalmente por la crisis hipotecaria y la pérdida de empleos que afectó mayormente a los latinos. Muchos volvieron a sus países, voluntariamente o deportados. Aunque ahora esa tendencia se ha revertido y las remesas han empezado a subir nuevamente.
No todo ese dinero se va en gastos superfluos ni causa pérdida de productividad en los pueblos de los migrantes. Muchos de un mismo pueblo, región o estado radicados en la misma zona de Estados Unidos se agrupan y organizan ayuda productiva para sus pueblos, arreglando calles, alumbrado, drenaje y hasta iglesias. En algunos casos, el gobierno mexicano tiene programas para apoyarlos, y por cada peso de los migrantes el gobierno federal pone otro y, a veces, uno más el gobierno local.
Cuando le pregunté a mi sobrino por otras construcciones mayores, tanto o más inexplicables, como hoteles o negocios que requieren millones de pesos (o dólares) para funcionar, la conversación nos llevó al tópico de actualidad. Podrían ser producto del lavado de dinero por negocios ilícitos, como el narcotráfico o las extorsiones, secuestros, robos o asesinatos del crimen organizado, que tienen a numerosas regiones del país en vilo y causan migraciones o desplazados forzados.
Y aunque éste fue en apariencia un tranquilo recorrido por pueblos rurales, con un idílico día de campo en la naturaleza, quien no conozca la realidad mexicana actual bien podría pensar románticamente que se trata de un México de paz y progreso, con trabajo honrado de gente amable y sonriente, con hermosas costumbres y tradiciones; cuando en realidad es un reflejo más de la terrible tragedia que enfrenta el país y tiene a todos inquietos sin saber dónde y cómo terminará todo. Pero… ¡Feliz 2015!
Victor Reyes is a translator, teacher and native of Puebla. The English version of this column will appear in an upcoming edition.