El dicho viene del inglés, y se refiere a que una persona puede entender mejor la experiencia (usualmente negativa) de otra, imaginándose por un momento en la situación de esa otra persona. Aunque esto se escucha cada vez más en español, ya existía la frase “ponerse en el lugar de otro,” que no implica meterse en sus zapatos ni incomodarse por tener que calzárselos, habiéndolos de tallas y estilos tan variados y distintos.
Con la nueva y enorme ola antiinmigrante desatada por quien habita la Casa Blanca, han surgido como nunca grupos y movimientos en pro y en contra de los afectados, mayormente latinos y en especial mexicanos. Aunque no es la primera vez que los inmigrantes son abiertamente atacados, sí lo es la amplia reacción de apoyo que se ha dado ofreciéndoles consejo, defensa y protección, con lugares “santuario,” como San Francisco y muchos más, donde no van a ser perseguidos ni se colaborará con ICE, la agencia federal que aplica las leyes migratorias.
Esto, sin embargo, no significa que ICE no actúe, busque o persiga a quienes considera violaron tales leyes. Así, es común ahora que haya grupos ciudadanos protectores que atestiguarán las redadas o arrestos de ICE, o autoridades locales anunciando tener información creíble de que puede haber acciones de ICE en su pueblo o ciudad, aconsejando a los afectados cómo protegerse. Las reacciones a esto van desde apoyo hacia simpatizantes, autoridades e inmigrantes, hasta críticas que consideran insensible crear pánico y angustia innecesarios entre indocumentados y sus familias.
Aunque bienintencionados, muchos pierden la perspectiva de una realidad incomprensible y su componente siempre político, que se dirime ahora por o contra Trump. Una situación que usualmente enfrentaban los inmigrantes solos en su cotidianidad, al interior de su familia y/o grupo, en secreto y con incertidumbre, ahora está en boca de todos y en un territorio que no entienden ni dominan. Muchos inmigrantes indocumentados viven aquí aislados, parcialmente insertados en su comunidad, desinformados y con poco conocimiento del sistema económico, laboral, legal, educativo, cultural y social; temerosos y carentes de herramientas participativas.
Si por un lado agradecen las reacciones de simpatía y reconocimiento hacia ellos y sus familias, por otro muchos preferirían seguir en la sombra, sin verse exhibidos como indocumentados ante gente conocida o sus patrones, a quienes han mentido sobre su estatus migratorio para trabajar y ahora podrían despedirlos. La ley exige a los patrones pedirles permiso de trabajo y podrían estar violando la ley al contratarlos.
Y a propósito de quienes sugieren ponerse en zapatos de inmigrantes, pues simpatizan con ellos por lo que han vivido, por qué vinieron y su odisea de penurias y sufrimientos inenarrables hasta llegar aquí, escuchando sus increíbles historias de pobreza, injusticia, violencia y desesperanza en sus países, me pregunto hasta dónde es posible calzarse esos zapatos portados por quienes pertenecen a culturas tan diferentes y vivencias tan distintas.
Además de la dificultad para compaginar experiencias y perspectivas de vida tan opuestas entre inmigrantes y ciudadanos gringos en tierra de estos últimos, es necesario mencionar que si la economía no necesitara mano de obra barata en ciertas áreas productivas, no habría permitido que estos inmigrantes llegaran sin permiso, sin importar las razones que los trajeron. En su lugar, se habrían creado causes legales para su llegada y estadía, y ahora vivirían sin el yugo de la ilegalidad y la angustia. Ya ha habido programas como el “Bracero,” que aunque no era ideal, permitió a decenas de miles de mexicanos trabajar legalmente en campos agrícolas estadunidenses.
Pero ahora, esta sociedad civilizada, democrática y con leyes, recibe inmigrantes sin permiso, empujándolos a violar la ley (mientras se hace de la vista gorda), para que laboren convenientemente amenazados, temerosos sin protestar por salarios, condiciones de trabajo y calidad de vida inferiores a las del ciudadano común. Su vida es inevitablemente irregular, pues sólo pueden conducir con licencia falsa o sin ella, arriesgándose a ser arrestados por no poder cumplir diversos requisitos legales para vivir, trabajar, estudiar o viajar. Una sociedad celosa de las leyes, que tramposamente y para su beneficio impulsa que otros las violen para luego perseguirlos, es una sociedad hipócrita e injusta.
A partir de ese falso dilema y desde esa legalidad de doble rasero, ahora se les aconseja respetar leyes ajenas cuando los visiten agentes de ICE: no abrirles la puerta sin que primero muestren una orden judicial; negarse a hablar sin antes consultar un abogado y otros consejos “legales” sobre sus “derechos,” cuando lo común es que vivan legalmente desprotegidos y carentes de muchos derechos. Prefieren ocultarse si ven un oficial de verde (como los de la migra) y cuando hay redadas del ICE corren despavoridos y no esperan a contestar nada.
Con tales diferencias entre inmigrantes indocumentados y el resto de nosotros, ofrezco un humilde consejo: que nadie quiera ponerse en los zapatos de ningún inmigrante, por favor; no cabemos en ellos.