La historia empieza en el pueblo, el rancho, el suburbio abandonado de la ciudad y su terrible realidad: la siembra no se dio, falta trabajo o paga poco, los niños tienen hambre, la casa se cae, no hay servicios o son muy malos. Hay robos, asaltos, amenazas y secuestros y violencia creciente: política o caciquil, de narcos amenazando y matando por nada, policías y soldados que dicen perseguirlos, pero no distinguen entre la gente y la crisis económica de siempre… miseria y sufrimiento extremos para la familia. Vivir es imposible, indigno. Ni Dios ayuda. La solución es hacerse parte de la corrupción, la violencia o el escape tradicional: ¡vámonos pa’l norte!

El sueño de vivir mejor obliga a decisiones que parecen irracionales para la gente de clases medias y altas: irse sin nada pagando a un desconocido miles de dólares prestados o de vender todo, dejarse llevar por terrenos inaccesibles y situaciones difíciles; exponerse a maltratos, extorsiones, vejaciones, abusos inhumanos o la muerte y, con suerte, llegar al destino incierto y desconocido, a ver qué pasa, empezando desde cero con sólo las manos como herramienta para trabajar en lo que sea.

    ¿Vale la pena tanto esfuerzo y sacrificio? Según a quién y cuándo se pregunte. Algunos aquí están satisfechos tras un tiempo, otros jamás; casi todos sienten nostalgia permanente; la mayoría nunca se ubica ni adapta y todos en absoluto sufren las consecuencias y el estigma de la ilegalidad, ese trauma que los hace criminales sin serlo, esconderse de policías y trabajadores sociales, no contestar al censo, simular y decir que no o que sí, según se crea menos riesgoso, aceptar sin queja las más abyectas formas de trabajo o tratos y servicios indignantes.

Ser indocumentado, ilegal, mojado, sin papeles o cualquier otro adjetivo, es una condición inhumana, discriminatoria en sí misma y auto excluyente. Se vive con miedo permanente a la deportación y en condiciones extremas de desigualdad, sin derechos y con profundas diferencias, pues se ignoran costumbres, reglas e idioma. Se vive relegado por definición. Toma años, toda la vida o generaciones arribar a esa igualdad soñada, al imposible “sueño americano”, que aún se pregona tanto.

La situación se complica por las malinterpretaciones –a veces positivas y bienintencionadas– e incomprensión generalizada de los ciudadanos de este país, políticos, policías, jueces, servidores públicos y personal de muchas escuelas. No saben ni entienden la realidad de estos migrantes, su origen y costumbres, su forma de pensar y sentir. Para colmo, sufren las reacciones negativas de otros grupos minoritarios o inmigrantes como ellos, con más tiempo o ya legalizados, que irónicamente compiten por ser menos discriminados y obtener alguna ventaja o creyendo que merecen más que aquéllos.

Sin entender la realidad política, económica y social del país, y soñando siempre con reformas migratorias como la actual –que nunca abarca a todos–, viven la permanente ansiedad y deseo de “arreglar papeles” para ser “libres”, viajar, trabajar y ejercer derechos como todos, en un país que se dice democrático e igualitario. Tristemente, la realidad es otra. Querer ser legal y desconocer el sistema lleva a estos desesperados a hacer cualquier cosa para revertir el estigma. Los hace víctimas de burocracias inhumanas como el proceso largo y costoso de legalización, y de abogados, notarios y personas que ofrecen “ayudarlos”, y a menudo los extorsionan o cobran en exceso.

La nueva reforma migratoria promete enderezar un poco las cosas, ante la ya inmanejable presión de millones de latinos que viven y trabajan en el país y las respuestas enredadas de los políticos. Nadie sabe cuántos de los supuestos 11 millones de indocumentados califican por haber vivido aquí al menos cinco años o cumplen con otros requisitos y van a pagar multas y esperar turno diez años o más, arriesgándose a ser rechazados y deportados. Además, van a tratar con una burocracia surrealista y kafkiana, desconocida para casi todos los gringos. 

Ahora se trata de evitar lo que se considera un fracaso de la amnistía migratoria de 1986, cuando hubo una respuesta inesperada de millones que llenaron solicitudes, consiguieron pruebas y papeles necesarios –falsos o auténticos–, y se pusieron en manos de la burocracia y sus tiburones, para quienes fue un negocio redondo. Se dice que fue una invitación para que llegaran mucho más indocumentados. Ahora se pretende sellar la frontera y puertos de entrada al país, evitando que millones que llegan con visa de turista se queden a vivir y trabajar sin permiso.

Nada se dice de los millones que no calificarán o no se animarán a legalizarse por miedo a ser deportados. Nada tampoco de los que encontrarán la forma de entrar por los resquicios que queden disponibles, aún a riesgo de sufrir todavía más en el intento, pues los peligros y costos se multiplicarán.

An English translation of this column will appear in next week’s edition.