Dejar el lugar de origen para irse a vivir a otro es algo que los humanos hemos hecho desde tiempos inmemoriales. Si bien los nómadas originales mostraron que teníamos una cierta proclividad para ello, con el sedentarismo la tendencia a arraigarse en un sitio se hizo signo casi definitivo de humanidad. Una de nuestras identidades mayores es pertenencer a un lugar, ser parte de él creando patria y cultura propias.

Pero como a través de la historia, las migraciones continúan hoy más que nunca, forzadas por guerras internas y externas, invasiones, conquistas, amenazas de exterminio, trata y esclavitud, abuso y pobreza; por catástrofes naturales, como inundaciones, erupciones, terremotos, huracanes, tsunamis, sequías, enfermedades, o incluso por “decisiones divinas”. En el mundo actual, moderno y sofisticado, con posibilidades de riqueza, satisfactores y bienestar para todos, las diferencias entre naciones y grupos sociales poseedores y desposeídos generan riqueza, pobreza y una enorme desigualdad, promoviendo las migraciones económicas.

Grandes grupos humanos se mueven como hormigas enfrentando hasta la muerte por llegar a un sitio donde tener trabajo, alimento, vivienda, abrigo, bienestar y una vida digna. Para alcanzar Europa, africanos subsaharianos en inseguras barcazas se ahogan en el Mediterráneo o perecen en el desierto. En viaje a Estados Unidos, miles de centroamericanos sufren toda clase de abusos, violaciones, asaltos, secuestros, mutilaciones y muerte al cruzar México, a menudo junto con colegas inmigrantes mexicanos, con quienes se ahogan en el río Bravo o mueren por racimos en el desierto de Arizona. Si arriban a su destino, muchos son encarcelados y/o deportados. Hay también cubanos, caribeños, sudamericanos, asiáticos y hasta europeos del este, sufriendo lo indecible. Aún así, mueren por estar aquí.

Son las naciones o regiones ricas, desarrolladas y poderosas las que reciben de las pobres y subdesarrolladas a inmigrantes siempre dispuestos a ofrecer su mano de obra barata a cambio de sobrevivir por lo que sea, beneficiando así industrias, servicios y economía locales. La ecuación es simple, y sin una economía fuerte que los absorba, los inmigrantes no llegan o simplemente se van. Desde la recesión de 2007, la cantidad de inmigrantes mexicanos, que ya promediaba más de medio millón anual, fue reduciéndose hasta llegar a cero en 2010, al igualarse la cantidad de los que llegan y los que salen voluntariamente o deportados.

Estados Unidos es el país que recibe más inmigrantes en el mundo, y aunque el beneficio se pretende mutuo y se dan ejemplos de inmigrantes exitosos o del dinero que mandan en remesas a sus países, la realidad nos muestra que la mayoría pagan cara su osadía de llegar, trabajar e instalarse sin permiso, con secuelas hasta por tres generaciones o más.  En una maniobra confusa y contradictoria, se les permite llegar y trabajar clandestinamente, pues las leyes lo prohíben, se les declara ilegales o indocumentados y se les persigue a discreción. Se calcula que hay unos 11 millones en tal condición, y aunque se les menciona a diario en las noticias, casi nadie se entera de su existencia.

Son seres invisibles, prohibidos, sin derechos, arrinconados a las sombras de la sociedad, amenazados con deportación y cárcel, huidizos, atemorizados, tímidos y discretos. No pueden salir a visitar a hijos, cónyuges, padres, hermanos a su país, ni adquirir servicios, conducir automóviles, votar, elegir representantes, ni llevar una vida normal. Llevan una doble vida. Confundidos con los afortunados ya legalizados o nacidos aquí, a nadie importa si viven o no esa realidad. Por esa condición que los margina, son víctimas de abusos diversos, pues aceptan cualquier cosa con tal de no sentirse señalados y pasar desapercibidos. Además, no les es fácil conseguir ni cambiar de empleo, por eso y por sentirse incapaces de hacer otra cosa, duran más que nadie en su trabajo. En lugares como West Marin, la gente pretende tratarlos como iguales, cuando es claro que ellos no sienten ni viven esa pretendida igualdad. 

Atrapados en el sueño de una legalización que les parece alcanzable, pero es virtualmente imposible, el país, sus políticos y ciudadanos juegan con ellos un papel de enorme hipocresía, aceptando y beneficiándose de su trabajo en actividades que casi nadie con derechos ciudadanos aceptaría, mientras los rechaza y critica por su origen y condición migratoria, negándoles múltiples derechos, como el tener una vida tranquila, honesta y productiva sin temor a la amenaza constante de cárcel y deportación.

De nada han servido las manifestaciones y apoyos de décadas recientes. Republicanos y demócratas los han usado como fichas en su juego perverso por el poder político. Ante la negativa republicana anti Obama por la última reforma migratoria, el presidente respondió con acciones ejecutivas que beneficiarían a unos cinco millones de inmigrantes indocumentados. Pero el entusiasmo y alegría inmediatos de esos millones se fueron por la borda cuando un juez federal en Texas bloqueó la iniciativa presidencial, poniendo a esos millones nuevamente en el limbo legal de siempre, en este país de los sueños esquizoides.

 

Victor Reyes is a translator, teacher, writer and native of Puebla, Mexico. An English language version of this column will appear in an upcoming edition.