Parece increíble que esté por cumplir la mitad de mi vida viviendo en este país y, a pesar de estar bastante bien adaptado, en parte siga sintiéndome extranjero; a diferencia de cuando voy a México, donde me muevo como pez en el agua y con naturalidad me identifico con todo y con todos, como si el tiempo no hubiera pasado. Aquí también mi percepción del tiempo ha ido cambiando, como si pasara con mayor rapidez, aunque tanto aquí como allá los cambios y las fechas evidencien lo contrario.

Sí, ya sé que la forma en cómo percibimos el tiempo va cambiando, distorsionándose con la edad y la circunstancias. De chico, cuando veía a mi papá rasurarse, pensaba que nunca crecería para hacerlo. El tiempo transcurría con lentitud, y las fechas y eventos deseados tardaban muchísimo y, cuando al final llegaban, esos momentos agradables parecían durar poco. Las aburridas horas escolares se alargaban al infinito, mientras las vacaciones tan esperadas pasaban como un soplo. La adolescencia, intensa, a veces parecía que iba a ser para siempre, pero pronto llegó la adultez y desde entonces el tiempo vuela cada vez más.

¿Es el tiempo, ese concepto abstracto y familiar, algo que nos pasa en su andar constante, o somos nosotros quienes pasamos por él mientras sigue su marcha infinita? Seguramente ambas cosas, según se vea. Ante la evidencia consciente o no de que vivimos en un planeta en permanente movimiento rotatorio, girando alrededor del sol, con días y noches, estaciones y años, los humanos hemos inventado diversas formas de medir ese tránsito del tiempo, aunque sólo las grandes civilizaciones antiguas llegaran a hacerlo con cierta precisión, y ahora el calendario y el reloj nos parezcan algo útil y normal.

Los seres vivos cumplimos irremisiblemente las leyes biológicas orgánicas de transformación, al nacer, crecer y morir en nuestro efímero paso por el mundo, aunque al reproducirnos tratemos de perdurar como especie. Pero también los materiales inorgánicos inanimados se transforman y cambian aún llevándoles millones de años. La existencia de todo esto, lo entendamos o no, ocurre a través de esa dimensión intangible, imparable e infinita que llamamos tiempo, que pierde sentido al alejarnos de la Tierra y adentrarnos años luz en el universo infinito.

En las últimas décadas hemos visto cambios importantes en la expectativa de vida de la gente, así como en el índice poblacional. La gente vive más ahora y nace en menor cantidad. El resultado afecta la dinámica socioeconómica de la sociedad en que vivimos. Estamos llegando al punto donde hay más viejos en edad de retiro que viven más, y menos jóvenes en el sistema laboral que produzcan y paguen por los beneficios sociales para los jubilados.

Además, ha cambiado la forma de cómo sentirse joven o viejo, con el consumo, la moda, las costumbres y la tecnología convenciendo a todos que la apariencia y las actitudes juveniles son no sólo eternas, sino obligadas. Así, el antiguo respeto por los ancianos se ha ido perdiendo y ahora son considerados material de desecho, mientras la ciencia médica les alarga la vida. La generación de los baby boomers y la era de transformaciones profundas que protagonizaron, principalmente en la década de 1960, cuando iniciaron un cambio de paradigmas, con la revolución sexual, los derechos civiles, el feminismo, la música y demás expresiones de esos jóvenes que entonces eran mayoría, ahora parecen fuera de lugar, a sus 60 o 70 años de edad.

Así, es un poco extraño ver ahora un concierto de los Rolling Stones, con audiencia mayoritaria de viejos actuando como los jóvenes que fueron, incluidos los legendarios músicos británicos, o asistir a un baile o evento local y ver moverse con desenfado cuerpos erosionados, con cabezas canosas o sin pelo, acompañados quizá de algunos de sus hijos o nietos, que ya no pueden ser tan distintos aunque en realidad lo sean. Igual es interesante ver en TV lectores estelares de noticias, en inglés o español; o cómicos de programas nocturnos como David Letterman o el recién retirado Jay Leno, que surgieron con ímpetu juvenil a la fama hace 20 o 30 años, y ahora están en el ocaso de su vida.

Al mismo tiempo, los rápidos cambios en tecnología digital prácticamente nos impiden estar al día, obsoletizando a rajatabla a quienes no pueden seguirla—en especial adultos mayores—eliminándolos de lo socialmente aceptable. Si bien esto ya se evidencia aquí, donde más del 90 por ciento de hogares tienen acceso a internet y la gran mayoría de la gente posee diversos aparatos a través de los cuales accede, hay que imaginar lo que pasa en otros países como México, dónde sólo 30 por ciento de hogares tienen internet. 

Ahora, canoso y arrugado, veo en mi espejo del tiempo a este otro yo, impaciente por que llegara el momento de crecer y alcanzar a verme reflejado en él, para poder rasurarme como mi papá. 

 

Victor Reyes is a translator, writer and teacher and a native of Puebla, Mexico. An English-language translation of this column appears on the opposing page.