Ronald pertenece a una tercera generación de inmigrantes latinos. Su padre, Max, fue hijo de un inmigrante mexicano que llegó a Texas hace unos 80 años, cuando pasar de un lado a otro no significaba mucho y poco se hablaba del tema, aunque ya había discriminación. Ronald tiene 21 años y perdió a su padre a los 14, debido a una enfermedad mental y a una vida desordenada. Había ido a Corea y, como veterano de las fuerzas armadas, Max recibía una pensión de la que vivieron los hijos de su primera familia, y luego Ronald y su joven madre, a la que cuida ahora por estar enferma de cáncer.
En medio de su demencia prematura, Max se las arreglaba para sonreír y disfrutar de la vida con su segunda familia, que convivía con algunos hijos de la primera, a veces juntos, otras separados, alrededor del Área de la Bahía, todos identificados con una de las dos grandes pandillas mexicanas rivales de California, al punto de que dos lo pagaron con la vida. Uno murió muy joven, en uno de tantos tiroteos desde un auto, cuando visitaba a unos amigos al sur del estado. El otro, encarcelado por un tiempo tras un enfrentamiento a tiros y quedar paralítico de la cintura hacia abajo, cuidaba que su medio hermanito Ronald nunca se involucrara en pandillas, repitiéndole desde su discapacidad evidente el cliché de que, una vez adentro, jamás se puede salir.
Para probarlo y cuando menos se esperaba—pues se decía “recuperado”—un día atacó a un pandillero rival con su auto americano de los 60 meticulosamente restaurado, volcándolo al escapar de la policía y, por sus antecedentes criminales, fue a dar a una prisión estatal con todo y silla de ruedas. Ahí murió hace un par de años por una deficiencia renal, esperando al donante de riñón que le salvara la vida, pues como pandillero fue víctima de excesos con alcohol y otras drogas. Ronald lo vivió como una segunda orfandad. Sabe también que tiene una media hermana que no conoce, pues su padre se lo dijo aunque, en su media lucidez, nunca le aclaró ni las circunstancias ni el paradero.
La joven vida de Ronald ha girado en torno al estigma de ser latino y a una identidad pandilleril tan familiar como ajena. Nunca ha pertenecido a una pandilla, pero conoce todas sus señas, colores y secretos, además de las anécdotas de violencia extrema y discriminación que vio y la que le contaron sus medios hermanos mayores. Puede reconocer y ponerse en guardia ante pandilleros “rivales,” y vestirse y hablar casi como uno. Para redondear su identidad “mexicana”, ha vivido experiencias discriminatorias con gringos, otros latinos y por supuesto la policía.
En la escuela había latinos que lo criticaban por no saber nada de México ni hablar español. Sólo sabe algunas palabras relacionadas con el argot pandilleril y otras como taco o burrito. Muchos gringos lo tratan como si no fuera de este país, y hay policías que incluso le han hablado en un español descompuesto y básico o amenazado con deportarlo. Sus encuentros con la policía ya son muchos, casi todos discriminatorios e injustos, aunque él no los vea así, sino como una parte normal y confusa de su identidad en donde la policía es uno de los rivales con los que hay que lidiar a diario.
Hace poco fue acusado falsamente de no llevar el cinturón de seguridad, cuando el policía no encontró nada más de que acusarlo. Fue a corte, donde el juez le creyó al policía y tuvo que pagar fuerte multa. Luego, su auto fue golpeado por otro que se dio a la fuga, causándole daños que no podía pagar, y menos sin seguro. Nunca pensó reportarlo a la policía. Iba a comprar seguro para ver si podía hacerlo efectivo, cuando se encontró a un “paisa” (así llama a los inmigrantes recientes que hablan español) que le ofreció un Honda por 500 dólares. Lo probó y le pareció barato. Al día siguiente fue interceptado por una patrulla. El policía lo bajó abruptamente (nada anormal), a pesar de que Ronald le mostró el registro explicando que acababa de comprarlo.
Fue arrestado porque el auto era robado. Encarcelado por cinco días fue acusado del delito menor de posesión de propiedad robada. El juez no creyó su historia, pero gracias a los buenos oficios del defensor público no se pudo probar que él cometió el robo. Ahora, sin transporte, tendrá que pasar todo el proceso de probación, pagar multas y lo impuesto por el juez. Su récord policial indicaría que es un reincidente peligroso, con su cara de niño y su ignorancia inocente.
Las desventajas que enfrentan muchos inmigrantes latinos en este país pueden pasar por tres generaciones o más, como el caso de Ronald. Se habla del proceso de adaptación y que los hijos de inmigrantes—la segunda generación—ya viven totalmente integrados. Ocurre a veces, pero mientras más marginados vivan (como muchos afroamericanos), más discriminación e injusticias sufrirán.
Victor Reyes is a Sonoma-based translator, language teacher and writer, and a native of Puebla, Mexico, with decades-old ties to the Point Reyes Light. An English language version of this column will be printed in next week’s edition.