“Todos somos iguales ante Dios y hemos sido creados a su imagen y semejanza,” nos repiten libros sagrados y clérigos religiosos. “Tenemos los mismos derechos y obligaciones ante la ley y gozamos de las mismas oportunidades y beneficios,” nos predican gobernantes , regulaciones y legislaciones estatales. Éstas y otras sentencias similares se escuchan en todo el mundo y se lucha por aplicarlas. Muchos las creen y piensan que vivimos en sociedades conformadas por un sistema ético, religioso y legal igualitario, a pesar de que la realidad constantemente nos muestra lo contrario.

La distancias sociales y económicas entre los seres humanos parecen haber existido desde siempre. La Historia es un muestrario de diversos regímenes controlados por élites que poseen y dominan todo—incluidas ideas religiosas y profanas—y a todos los demás, que apenas tienen para vivir. Con la democracia moderna—primero—y el estado como mediador económico—después—algunos países (los más avanzados) lograron una relativa igualdad entre sus ciudadanos, creando y expandiendo sus clases medias, con educación, empleo, salario digno y beneficios sociales para (casi) todos, con múltiples opciones, justicia y libertades mediadas por la ley y el respeto. En muchos países, sin embargo, esto no es así.

Vivimos en un sistema capitalista mundial que para reproducirse tiende a concentrar la riqueza en pocas manos, empobreciendo a muchos, aunque el estado intervenga para compensarlo. Ocurre no sólo en cada país, sino en la relación económica y comercial entre ellos. Siendo además un sistema en crisis recurrentes, para salvarse tiene que sacrificar a los que tienen menos, para mantener en la cima a los pocos que tienen mucho, con sus corporaciones e instituciones dominantes.

Se piensa que las desigualdades socioeconómicas pueden revertirse con crecimiento económico, leyes adecuadas y buena voluntad; pero en países como México, existe una relación entre individuos e instituciones del estado donde un grupo social reducido e impenetrable lo domina todo, acaparando renta y privilegios políticos y económicos sin dar la menor oportunidad al resto de los ciudadanos. Aunque las leyes y discursos políticos, e incluso religiosos, hablan de igualdad y lucha contra la pobreza, la realidad apunta en sentido inverso, gracias a la impunidad que protege a los poderosos y permite una creciente corrupción y apropiación de bienes públicos sin castigo posible, pues la justicia sólo se aplica a los débiles y se tuerce a favor de los que pueden pagarla o controlarla para su beneficio.

Además de esta dinámica circular entre corrupción e impunidad, los ocupantes de la élite mexicana que la propician cierran las puertas de avance social al resto de la población. Sus familias e hijos desprecian a quienes no son como ellos y los discriminan abierta y sutilmente. Sus costosas casas, gustos, viajes, escuelas y sobretodo su etnicidad marcadamente europea, establece una distancia imposible de salvar para los demás, en especial los más pobres, mestizos e indígenas, quienes han vivido marginados por siglos, convencidos de su inferioridad.

Quienes todavía creen que el esfuerzo y el mérito son la llave del éxito social y económico, viven culpándose de su fracaso y la mala suerte de haber nacido en el grupo social equivocado; mientras la enorme desigualdad, injusticia e impunidad propician frustración colectiva, la ley del más fuerte y violencia creciente, ahora dominada por el crimen organizado y las fuerzas militares y policiacas que supuestamente lo combaten. Así, México avanza poco y retrocede mucho para menguar la pobreza de más de la mitad de sus 120 millones de habitantes, con trabajos informales, improductivos y salarios disminuidos. Entre los escapes a tan terrible realidad está la migración a centros urbanos y, principalmente, a Estados Unidos.

Esos mexicanos inmigrantes no pueden entender bien las dinámicas de desigualdad e igualad que existen en este país. Al trabajar, se sienten valorados por un salario nunca antes obtenido, pero pronto ven que no rinde lo mismo que en su país, pues aquí todo cuesta más. Aunque en teoría accedan a las clases medias, por tener auto, vivienda y servicios, les cuesta integrarse pues desconocen las costumbres y formas culturales dominantes en esos estratos sociales. En parte por desconocer el idioma y los sistemas sociales e institucionales, formales e informales, que nunca terminan de entender, y se refugian en la cultura que dejaron atrás. Así, las discrepancias, desigualdades y conflictos con el sistema y con quienes viven aquí resultan inevitables.

Sus empleadores, compañeros de trabajo, maestros de sus hijos y autoridades escolares, vecinos, agencias de servicios sociales, personal médico y todos quienes tienen que ver directa o indirectamente con muchos de estos inmigrantes, difícilmente entienden estas diferencias a menudo abismales, y encuentran que no bastan las buenas intenciones ni la mejor de las voluntades para comprenderlos. Así, para bien o para mal, las desigualdades permanecen y sólo se empiezan a borrar con el tiempo o hasta generaciones después.

 

Victor Reyes is a translator, teacher and native of Puebla, Mexico with decades-long ties to the Light. An English translation of this column will appear next week.