La columna pasada hablé de la incertidumbre cotidiana y constante que viven muchos inmigrantes latinos en este país por su estatus migratorio irregular, pues divide familias por deportaciones, les impide viajar, y con sus carencias poco se adaptan al sistema y costumbres locales. Alguien me comentó que, en su opinión, los inmigrantes latinos quieren vivir aquí y poco les importa dejar su lugar de origen y familia. Están mejor—me dijo—pues disfrutan comodidades y beneficios que nunca alcanzarían en su tierra. 

Como ejemplo habló de un inmigrante de Zacatecas, México, que llegó aquí de niño con sus padres y ahora tiene su propio negocio, no extraña su pueblo ni la vida de antes allá, y cuando va con su familia de visita (están legalizados), le entristece ver las condiciones de pobreza e ignorancia de sus parientes, lo que lo mueve incluso a ayudarlos y se convence más de que aquí todo está mejor y no entiende por qué allá todo y todos están tan mal.

Sí, hay muchos inmigrantes que han hecho grandes logros aquí que no harían allá. No obstante, esto no aplica para muchos que luchan toda la vida para obtener muy poco y enfrentan la penosa circunstancia de no poder integrarse a las condiciones de vida y a la cultura de este país, por sus limitaciones en preparación, conocimientos, educación formal, idioma y más. Viven un trauma y se refugian por necesidad sicológica en recuerdos y costumbres difícilmente reproducibles aquí, ofreciendo como único recurso su mano de obra barata y disponible, bajo las condiciones que sean.

Muchos tienen familia aquí, participando, además del mundo laboral, del educativo, en las escuelas de sus hijos. Ahí enfrentan nuevos retos de adaptación y aprendizaje del sistema y costumbres locales, con pocos éxitos individuales y muchos resultados dispares, a pesar de la frecuente buena voluntad de maestros y administradores que hacen lo imposible en un sistema escolar no diseñado para educar inmigrantes, por lo que lo adaptan a contrapelo, improvisando y enfrentando serios cuestionamientos de viabilidad al tratar de implementar programas de educación bilingüe—como el distrito Shoreline. 

No importa el número importante alcanzado por estos inmigrantes, que suele confundir a quienes piensan que con sólo eso tomarán todas las instancias de poder. La realidad es que, desconectados como están de los sistemas locales imperantes, poco participan de la toma de decisiones, muchas de las cuales pueden afectarlos (la reforma migratoria es el mejor ejemplo, pero la educación también). Tienen poca representación en instancias de poder político, económico, educativo o social. Su mayor fuerza, casi involuntaria, es económica, al participar en los últimos eslabones laborales, pero sobretodo como consumidores, impulsando el crecimiento y desarrollo de industrias y servicios, en especial los dedicados casi para ellos, como televisión y radio en español, que crecen más rápido que sus contrapartes.

Las consecuencias—buenas y malas—las disfrutamos y/o pagamos todos, al haber ignorado por décadas una situación tan seria, pretendiendo no saber de su numerosa llegada, crecimiento, desarrollo y condiciones irregulares, ofreciéndoles muy poco para adaptarse e integrarse de verdad, y en la práctica creando una subclase social, distante y separada del resto de la población, mientras el país se beneficia de sus aportes económicos.

Ahora nadie puede darse por engañado, y menos los políticos que hasta ahora han medrado de las condiciones de desigualdad y carencia de plenos derechos de estos inmigrantes, creados por su “ilegalidad,” usado el tema para sus propios fines políticos y así ganarse al electorado. Y ahora que como grupo los electores latinos son importantes, quieren comprarlos con migajas y engaños como la cacareada reforma migratoria, en especial los republicanos, promotores de odios y rencores gratuitos, con la alta dosis de ignorancia que esto conlleva. 

Obama afirmó en su reciente informe a la nación que quiere que se apruebe tal reforma, pero cauto político como es, omitió mencionar las enormes limitaciones de la propuesta que aprobarían los congresistas de ambos partidos, con más deportaciones y fronteras selladas. Nadie menciona ese costo de la reforma ni sus consecuencias, con mayor separación de familias, la incertidumbre que enfrentarían los millones que no calificaran (aún de una misma familia), ni los que seguirán llegando. Todos estos inelegibles enfrentarán situaciones mucho más severas que sus antecesores: una frontera impasable, con seguros peligros al cruzarla (muerte incluida); menos fuentes de trabajo “indocumentado” con mayores riesgos de explotación laboral; crecientes limitaciones de participación educativa y social, pues habrá mayor control para impedir dar servicios a personas indocumentadas y muchas trabas más implícitas en la reforma. Sin contar el enorme tiempo que tomará el proceso burocrático de legalización (se habla de al menos 10 años) y el costo monetario. ¡Ah! y mucho más encarcelamientos por el “crimen de ilegalidad”, con  redadas, detenciones y deportaciones masivas.

 

Victor Reyes is a translator, teacher, writer and native of Puebla, Mexico with decades-old ties to the Light. An English-language version of this column will appear in next week’s edition.