La relación entre México y Estados Unidos es histórica, geográfica, intensa e inevitable. Siempre hubo mexicanos en el actual oeste y suroeste estadunidenses. Tras la independencia mexicana de España lograda en 1821, los habitantes de estas áreas fueron formalmente mexicanos, hasta que Estados Unidos forzó la apropiación de este vasto territorio en 1848 y pasaron a ser parte de este país, conformando la base de esa ya enorme minoría llamada primero “hispana” y luego “latina,” integrada por los millones llegados después, no sólo de México, sino del resto de Latinoamérica.
La migración mexicana a este país no ha parado desde entonces, conformando ya varias generaciones e incrementándose exponencialmente entre 1990 y 2010. Tampoco han parado el desdén ni malos tratos que han sufrido, usándolos y abusándolos laboralmente, recibiéndolos, deportándolos o atacándolos, según la época y los aires políticos y/o económicos, como lo hizo Donald Trump. Poco valieron las intensas luchas por sus derechos civiles y laborales con César Chávez en los años 60 del siglo pasado, ni la “corrección política” de los 90, con ataques y reivindicaciones para ellos.
Estos mexicanos y sus descendientes formalmente estadunidenses, irónicamente también han sido mal vistos en México, donde se ha desarrollado un sentimiento encontrado de envidia y traición. No se les considera ni gringos ni mexicanos, sino un híbrido despreciable. Se les ha llamado despectivamente “pochos,” “cholos,” “mojados” o hasta “chicanos,” y se les reprocha que hablen mal o desconozcan el idioma, la cultura e historia del país, sin entender que aquí les es difícil mantener y aprender aquello que se les exige allá. No se les considera gringos verdaderos por no cubrir el estereotipo del blanco rubio y alto, o del afroamericano alto y musculoso.
La fuerte estratificación étnico-social imperante en México desarrollada durante siglos basada en el color de la piel, descalifica casi a cualquiera sin apariencia europea. 80 por ciento de mexicanos tienen piel oscura y son llamados genéricamente mestizos y coloquialmente morenos; otro 10% aún más discriminado son indígenas, y sólo 10% son blancos, los privilegiados. Así, los indígenas y casi todos los mestizos tienen acceso limitado al poder político, económico y social, y conforman la mayoría de los migrantes. Esta discriminación de facto se reproduce con efectividad en la vida diaria y el imaginario colectivo mexicanos (aún aquí), y es notoria en cine, televisión, medios impresos, publicitarios e interneteros, plenos de personajes blancos y rubios, estereotipo de lo bello y aceptable.
Por años, los gobiernos de ambos países han ignorado y aprovechado a los mexicanos que migran a EE.UU., pues aportan a ambas economías. En las dos últimas décadas sus remesas han proveído más divisas a México que casi cualquier otro rubro económico, y gracias a ellos disfrutamos aquí de múltiples servicios y cientos de bienes cultivados, empacados, producidos o construidos con sus laboriosas manos, generalmente con bajos salarios y largas jornadas. Pero poco se les reconoce esto y casi no se les ayuda o protege, satanizándolos por su estatus migratorio y acusándolos de diversos males económico-sociales.
Aunque en los últimos años muchos han vuelto a México, su presencia en casi todo el país, la de sus hijos en las escuelas y la de los medios en español, los ha visibilizado tanto que son tema inevitable y cotidiano aquí y allá. Con los comentarios de Trump en su contra, la idea del muro fronterizo y su presencia en México por invitación fallida del presidente Peña Nieto, muchos comentaristas, políticos y académicos mexicanos, preocupados por la vulnerabilidad en que sienten a México y a los mexicanos en Estados Unidos, empiezan a considerar a esos otros mexicanos y méxico-americanos como parte formal, real e integral del México que los había desdeñado. México son ellos también.
Se calcula que en Estados Unidos viven casi 12 millones nacidos en México, la mitad de ellos indocumentados, y unos 20 millones de méxico-americanos de varias generaciones nacidos aquí. Esta nueva idea de tenerlos en cuenta en México, en vez de ignorarlos y verlos como desertores y traidores, considera apoyarlos más seriamente desde allá, reconociendo su creciente fuerza económica, política y electoral en EE.UU. Creen que es momento de incluirlos no sólo en análisis y discursos, sino en la vida política y social mexicana, pues en la práctica muchos sostienen a millones de familias, aportan a sus pueblos y comunidades de origen donde participan y viajan constantemente, y conforman un importante grupo binacional.
La idea, que pasa por el viejo reclamo no cumplido de permitirles votar en las elecciones presidenciales mexicanas desde el extranjero, contempla también incluir su representación política en el congreso federal y quizá en algunos congresos estatales e instancias locales, haciéndolos partícipes de decisiones importantes que los afectan a ellos, a sus familiares y pueblos de origen y al país en general. Quizá con ello también se abata la discriminación contra ellos y con suerte la que existe contra toda la gente de piel oscura en el país.
Victor Reyes is a translator and teacher with decades-old ties to the Light. An English version will be printed next week.