La ciudad y el barrio se impregnaban de aromas y colores distintos una o dos semanas antes del 2 de noviembre, en esos otoños discretos del centro de México. Las panaderías llenaban sus escaparates con grandes y pequeñas hojaldras, con o sin azúcar, y pan de dulce o sal con diseños de muertos, huesos o calaveras. Las flores de cempasúchil invadían el ambiente, alfombrando los campos con su amarillo brillante, casi naranja, acompañando también las ofrendas en casas antiguas y barrios de pobres, esos altares con sus escalonadas repisas llenas de comida, fotos y objetos varios indicando los gustos y preferencias del difunto a quien estaban dedicadas. Se podían ver desde la calle.

Casi sólo gente pobre o vieja en ciudades y polvorientos pueblos de los alrededores ponía ofrendas, pues la pretendida modernidad de la época imponía a los clasemedieros gustos “refinados” que negaban costumbres viejas y tradicionales, aunque disfrutando de las mil y un delicias de la calle o preparadas por hacendosas mujeres, como mi madre, dedicadas al hogar. Había juguetes, calaveritas de azúcar, juegos y bromas para niños. El día 2 era obligado ritual ir al panteón a visitar a los muertos familiares, limpiarles la tumba y colmarla de flores. Las multitudes se apretaban ahí rodeados del caos de vendedores de flores y comida, autos y gente. El día 1 era Todos Santos, con misa obligada, haciendo que el pagano Día de Muertos pareciera cristiano.

Mientras mi madre rechazaba tumultos y tradiciones de mal gusto y gente ignorante, mi padre las consideraba imprescindibles. Íbamos a ver las ofrendas del barrio del artista, con pintores poniéndolas en sus estudios y dedicándolas a artistas o actores de cine. La casa de mi abuelo paterno era la única donde ponían una ofrenda. Al fondo del pasillo para acceder a las recámaras, había una capillita permanente donde arreglaba una ofrenda con velas y veladoras dedicada a sus muertos: mi abuela, los padres de ambos, tíos, tías, sirvientas, personajes que habitaron esa casa ahora remodelada. Todos ellos crearon el mundo mágico de la infancia de mi padre, que luego nos contaría como cuentos para niños.

Los años 70 y 80 trajeron la reivindicación de lo viejo y tradicional a la ciudad y al país, devolviéndole al centro y los barrios circundantes su hermosa arquitectura antigua y colonial, cerrando calles al automóvil y haciendo grandes negocios entre políticos y empresarios. Las calles semioscuras, pobres y tristes de mi infancia, con viejas casonas repletas de familias pobres y tienditas miserables, son ahora hermosos hoteles, negocios, museos, edificios públicos y sedes universitarias. Ese renacimiento incluyó también el “rescate” de tradiciones como el Día de Muertos y sus ofrendas, que el gobierno municipal empezó a promover en sus edificios, a pesar del auge creciente del Halloween.

La extraña originalidad cuasi religiosa y espiritual del Día de Muertos, cuyo origen se remonta a tiempos prehispánicos y que sólo interesaba a antropólogos y estudiosos, pronto se tornó interesante para esos clasemedieros que la rechazaban, y con el incremento de la inmigración mexicana a Estados Unidos y la globalización de productos e ideas de los años 90, también empezó a cautivar a gente de otros lugares sin relación con su origen.

En California y otros estados que fueron mexicanos, la tradición nunca desapareció del todo; así que cuando surgió este interés por lo exótico y espiritual apoyado por la era hippie de los 60, el Día de Muertos cayó en tierra fértil. Ahora es posible ver celebraciones del Día de Muertos en lugares como Point Reyes o Petaluma, San Francisco o Nueva York, pues resulta difícil abstraerse de algo tan “original,” incluso agregando, quitando o reinventando lo que se cree es parte de la tradición o del Halloween. 

Irónicamente, en México ocurre algo similar. Como cada pueblo, lugar o barrio tiene alguna tradición distinta del Día de Muertos, ahora existen paseos o visitas turísticas a esos pueblos, con guías y folletos explicativos, con novedades o sin ellas, incluyendo desfiles y otras formas de celebrar el día. Algo todavía más interesante es lo ocurrido en la ciudad de México, donde hace unos años se filmó la última película de James Bond, el 007. Para ello, cerraron el centro de la ciudad y diseñaron grandes muñecos de papel maché y pintaron caras de hombres y mujeres como las calaveras del caricaturista de la Revolución, José Guadalupe Posada, en especial la llamada “Catrina.”

Con esa ocurrencia de la película, ahora hacen cada año un desfile del Día de Muertos, más muchos otros eventos relacionados en todo el país, haciéndolo un día bastante más significativo. Como otras tradiciones, aquí y allá, ésta va cambiando según organizadores y participantes, dejando muy lejos aquello que llevó a teotihuacanos, mayas y aztecas a tener un día ofrendado a sus muertos, y a los frailes y religiosos españoles frustrados por lo que veían como algo demoniaco. 

 

Victor Reyes is a writer, teacher, Cotati resident and native of Puebla with decades-old ties to the Light. An English translation will appear in an upcoming edition.