Gloria y Carmelo Padilla celebran su matrimonio durante la quinceañera de su hija Yesenia en la lechería Nunes en 1992. Están flanqueados por los padres de Gloria, Ignacio y Guadalupe, quienes viajaron desde México para la ocasión.

Cuando Carmelo Padilla, de 20 años, se fue de su pueblo en el estado mexicano de Jalisco con destino a los Estados Unidos, tenía unas cuantas monedas en la mano y una idea inquebrantable en su mente: «No tenía nada», les contaría más tarde a sus cinco hijos, «así que no había nada que perder».

Cuando se murió hace dos semanas pasadas, a los 75 años, el Sr. Padilla, que pasó años trabajando en la lechería Nunes en la costa nacional de Point Reyes, había llevado una vida de estatura, estabilidad y prosperidad forjada por años de trabajo duro y determinación constante.

Al llegar a Tuolumne, California, en 1969, el Sr. Padilla encontró empleo en Pickering Lumber Company. Su firme apretón de manos, determinación inquebrantable y habilidad para cortar troncos con precisión sin esfuerzo le valieron el apodo de “El Tigre” y el respeto inmediato de sus supervisores. Con el tiempo, el Sr. Padilla ascendió en las filas, y eventualmente ganó alrededor de $8 la hora, equivalente a aproximadamente $60 hoy.

Cumpliendo con una de las reglas cardinales para muchos inmigrantes a los Estados Unidos—primero obtenga una tarjeta de residencia, y todo lo demás lo seguirá—Sr. Padilla se casó con una amiga, abriendo su camino a la ciudadanía y la libertad de regresar a México para ver a la familia que había dejado atrás.

Fue en uno de esos viajes, para asistir a la boda de su hermana en el pueblo de San Miguel, que conoció a Gloria, una joven que se había ofrecido a peinar el cabello de la novia. Gloria había convencido a su estricto padre de permitirle asistir a la boda, y ella y Carmelo bailaron hasta el amanecer. Tres semanas después, cuando Padilla se preparaba para regresar a los Estados Unidos junto a su hermano, Jesús, pidió a Gloria que los acompañara.

«Estaba muy emocionada», dijo. «No tuve que pensarlo dos veces».

Organizaron una reunión clandestina en la plaza —a las 3 a.m. en punto— y Gloria salió de casa sin decirle a ninguna alma, llevando nada más que una bolsa plástica llena de ropa. El trío se subió al autobús para el viaje de tres días a Tijuana, y luego pagó $40 a un coyote para guiarlos a través de campos agrícolas, caminando a través de interminables filas de brócoli bajo la cubierta suave de la noche hasta que pisaron en California.

Cuando llegó a Tuolumne, Gloria escribió a casa, pidiendo a sus padres que la perdonaran. Pero la reconciliación llegó solo después del nacimiento de su primer hijo, cuando pudo extender a su bebé como una rama de olivo.

José Carmen Padilla Brizuela, conocido siempre como Carmelo, nació el 20 de septiembre de 1949 en Santa Ana, Jalisco, el hijo medio de 15 hijos nacidos de Ampelia Brizuela y Benigno Padilla. Pasó sus primeros años en la hacienda de la familia en el pequeño pueblo de Tecomate, ubicado entre acres de tierras de cultivo que prosperaron en la tierra volcánico margoso de su estado natal.

Cuando era niño, Carmelo cultivó su propio pequeño jardín, encontrando salvación, y más tarde un medio de vida, en el tierno cuidado de las semillas y la tierra. Pero en 1955, cuando tenía 6 años, su padre apostó la granja en las carreras de caballos y perdió todo, sumiendo a la familia en la pobreza y acabando con la terminación de Carmelo’s educación.

La familia se mudó a la Ciudad de México, donde padre e hijos acarrearon agua por 30 centavos por viaje antes de regresar a tierras prestadas en el campo. Pero nunca escaparon del ciclo de la deuda.

Como recordó el hijo mayor de Padilla, Carmel: «Fue entonces cuando nuestro papá dijo: “Tengo que irme de aquí”».

El Sr. Padilla se subió a un coche con sus primos para dirigirse al norte hacia los Estados Unidos, equipado con un plan y una cierta cantidad de astucia. “Yo fui el primero”, dijo en una grabación hecha por su hijo Paco, su voz como el canto de los pájaros, con su cadencia. “Verás, voy a ir allá para quedarme por un tiempo”, recordó contándole a sus hermanos cuando expresaron sus dudas.

Después del aserradero, el Sr. Padilla trabajó en una lechería en Petaluma bajo Jimmy Mendoza. Luego, en 1981, él, Gloria y sus tres hijos se mudaron a una pequeña casa de tablillas blancas al final del bulevar Sir Francis Drake. Era la granja lechera en Rancho A dirigido por el primo de Jimmy, George Nunes.

Allí, a la vista del Océano Pacífico, dos hijos más seguirían, al igual que otros miembros de la familia. El hermano de Carmelo, Jesús, que se casó con una de las hermanas menores de Gloria, se mudó al rancho con sus tres hijos, junto con el hermano de Gloria, Ramón Franco, que vivía allí con su esposa y cinco hijos.

Seis días a la semana, el Sr. Padilla se despertaba a la 1:30 a.m. para ordeñar y cuidar a las vacas hasta el anochecer. Gloria cocinó en Drakes Beach Café y más tarde en el Palace Market, donde se hizo conocida por sus tamales, salmón a la parrilla y ensaladas de pollo inventivas.

Sus esfuerzos combinados proporcionaron, en las palabras de su hijo Omar, una «infancia idílica y salvaje» para los niños, que vagaban por tramos salvajes en el rancho con pocas reglas. Persiguieron zorrillos, atraparon serpientes y sapos, escalaron fuertes de madera a la deriva y se sumergieron de cabeza en montones de alimento para vacas.

«Cuando papá finalmente se cansó de nosotros, nos hacía caminar desde el rancho hasta Chimney Rock por barrancos en lugar de caminos», dijo Yesenia, la hija mayor. «Fue un suplicio de todo el día».

El Sr. Padilla cultivó un jardín detrás de una hilera de cipreses, con semillas de muchas de las mismas plantas que había cultivado cuando era niño en Tecomate. Crió girasoles, cosmos y algodoncillo de le tierra, deleitándose con las mariposas y abejas que atraían. Cultivó plantas de guayaba de semillas mexicanas, limones de Sorrento de semillas que adquirió en Italia, e hileras de tomates, tomatillos, pepinos, calabaza y acelgas. Dio a sus hijos las gentiles lecciones de la fe de un jardinero: Cualquier cosa puede suceder en un jardín, nada dura, y, sin embargo, siempre se puede hacer algo de la tierra. Cultivó el jardín con la misma esperanza y voluntad que vivía, siempre dispuesto a decir si ahora no, luego después.

En los fines de semana, mientras Gloria trabajaba, el Sr. Padilla a menudo llenaba su camioneta Aerostar gris con sus hijos y sus primos para hacer excursiones a los partidos de los Oakland A’s, navegando por instinto en lugar de por mapa. “Creemos que se perdió a propósito”, dijo su hijo Paco, quien describió los desvíos improvisados como una oportunidad para explorar nuevos rincones.

Un conversador afable, el Sr. Padilla era conocido por recoger autoestopistas y charlar fácilmente con extraños en la calle. Sin embargo, también era un observador silencioso. «Era el hombre más sabio en el cuarto», dijo su hijo Edgar. «Siempre hablan lo menos, pero cuando dicen algo, debes escuchar».

Se esperaba que los niños Padilla sobresalían y fueran estoicos en sus esfuerzos. “Echarle ganas”, o “Dale todo lo que tienes”, era uno de los lemas de su padre, que se repetía a menudo a sus cinco hijos y 12 nietos.

Todos los cinco niños Padilla se graduaron de la universidad. Yesenia, que se embarazó a los 15 años, recuerda el miedo que sintió cuando se lo contó a su padre, pero recibió la noticia con amabilidad. «Bueno», Carmelo había dicho. «La vas a tener, y nosotros la vamos a amar». Su hija, Yaneli, creció pensando en él como un segundo padre.

Hoy, Yesenia trabaja en la clínica de salud en Point Reyes Station; Edgar y Paco son sargentos del Departamento de Policía de Sausalito; Omar jugó béisbol de la División I y ahora supervisa el centro de detención juvenil; y Carmel, una vez bombero salvaje, conduce un camión de pavimentación.

«Nos dieron una vida mejor», dijo Yesenia sobre sus padres. «Y pasamos el resto de esa vida pensando en cómo podemos pagar la deuda».

En 2008, el Sr. Padilla desarrolló una infección después de pisar en un clavo en la lechería, y condujo a la gangrena. Evitó la amputación, pero se vio obligado a retirarse, y él y Gloria se mudaron con Yesenia y su familia en Petaluma. Pronto canalizó sus energías en un proyecto de granja orgánica en el patio trasero de Paco.

Durante 12 años, él y Gloria sembraron semillas cada febrero, alimentándolas hasta la primavera, cuando la familia se reunió para trasplantar los brotes jóvenes en tierra labrada. Vendieron sus productos a los mercados locales, y el Sr. Padilla se consuelo con el ritmo del trabajo: Esperando la lluvia, mirando como el agua crece las plántulas en la tierra y observando como el jardín se convertio en un misterio marchitado a finales del otoño, enterrado bajo las hojas caídas.

«Le encantaba crear vida con semillas», dijo Yesenia. «Así que lo enterramos con un paquete de ellos. Comos y girasoles».

 

Carmelo Padilla, intrepid dairyman, dies at 75

When 20-year-old Carmelo Padilla decided to leave his pueblo in the Mexican state of Jalisco for the United States, he had a few coins in his hand and an unshakeable idea in his mind: “I had nothing,” he would later tell his five children, “so there was nothing to lose.”

By the time he died two weeks ago, at age 75, Mr. Padilla, who spent years working at the Nunes dairy in the Point Reyes National Seashore, had led a life of stature, stability and prosperity wrought by years of quiet hard work and steady determination. 

Upon arriving in Tuolumne, Calif., in 1969, Mr. Padilla found employment at Pickering Lumber Company. His firm handshake, unflinching resolve and knack for slicing logs with effortless precision earned him the nickname “El Tigre” and the immediate respect of his supervisors. With time, Mr. Padilla rose through the ranks, eventually earning about $8 an hour—equivalent to roughly $60 today.

Abiding by one of the cardinal rules for many immigrants to the U.S.—first secure a green card, and everything else shall follow—Mr. Padilla wed a friend, opening his path to citizenship and the freedom to return to Mexico to see the family he had left behind.

It was on one such trip, to attend his sister’s wedding in the town of San Miguel, that he met Gloria, a young woman who had offered to style the bride’s hair. Gloria had convinced her strict father to allow her to attend the wedding, and she and Carmelo danced until dawn. Three weeks later, as Mr. Padilla prepared to return to the U.S. alongside his brother, Jesús, he asked Gloria to come with them. 

“I was so excited,” she said. “I didn’t have to think twice.”

They arranged a clandestine meeting in the plaza—3 a.m. sharp—and Gloria left home without telling a soul, carrying nothing but a plastic shopping bag of clothes. The trio boarded the bus for the three-day journey to Tijuana, then paid a coyote $40 to guide them through farmland, trekking through endless rows of broccoli under the balmy cover of night until they set foot in California.

When she arrived in Tuolumne, Gloria wrote home, asking her parents for forgiveness. But reconciliation came only after the birth of her first child, when she could extend her baby like an olive branch.

Jose Carmen Padilla Brizuela, known always as Carmelo, was born on Sep. 20, 1949 in Santa Ana, Jalisco, the middle child of 15 children born to Ampelia Brizuela and Benigno Padilla. He spent his early years on the family’s hacienda in the small village of Tecomate, set among acres of farmland that thrived in the loamy volcanic soil of his native state. 

As a boy, Carmelo nurtured his own small garden, finding a kind of salvation, and later a livelihood, in the tender care of seeds and soil. But in 1955, when he was 6, his father gambled the farm away on bad horseracing bets, plunging the family into poverty and ending Carmelo’s schooling.

The family relocated to Mexico City, where father and sons hauled water for 30 cents a trip before eventually drifting back to borrowed land in the countryside. But they never escaped the cycle of debt. 

As Mr. Padilla’s eldest son, Carmel, recalled, “That’s when our dad said, ‘I have to get out of here.’”

Mr. Padilla climbed into a car with his cousins to head north for America, equipped with a plan and a certain amount of cunning.  “Yo fui el primero,” he said in a recording made by his son Paco, his voice like birdsong, with its lilt and tumble. “You will see, I’m going to go there to stay for a long time,” he recalled telling his brothers when they expressed their doubts.  

After the lumbermill, Mr. Padilla worked at a dairy in Petaluma under Jimmy Mendoza. Then, in 1981, he, Gloria and their three children moved to a small, white clapboard house at the very end of Sir Francis Drake Boulevard. It was the dairy farm on A Ranch run by Jimmy’s cousin George Nunes.

There, within sight of the Pacific Ocean, two more sons would follow, as did other family members. Carmelo’s brother Jesús, who married one of Gloria’s younger sisters, moved to the ranch with their three children, along with Gloria’s brother Ramón Franco, who lived there with his wife and five kids.  

Six days a week, Mr. Padilla woke at 1:30 a.m. to milk and tend the cows until dusk. Gloria cooked at Drakes Beach Café and later at the Palace Market, where she became known for her tamales, grilled salmon and inventive chicken salads. 

Their combined efforts provided for, in the words of their son Omar, an “idyllic, feral childhood” for the children, who roamed wild stretches of ranchland with few rules. They chased skunks, caught gardener snakes and toads, clambered among driftwood forts and plunged headfirst into piles of cow feed. 

“When Dad finally got tired of us, he would make us walk from the ranch to Chimney Rock by way of ravines rather than roads,” said Yesenia, the eldest daughter. “It was a whole-day ordeal.” 

Mr. Padilla cultivated a garden behind a row of cypress trees, with seeds from many of the same plants he had nurtured as a child in Tecomate. He raised sunflowers, cosmos and milkweed from the soil, delighting in the butterflies and bees they attracted. He grew guava plants from Mexican seeds, Sorrento lemon trees from seeds he acquired in Italy, and rows of tomatoes, tomatillos, cucumbers, squash and chard. He impressed upon his children the gentle lessons of a gardener’s faith: Anything can happen in a garden, nothing lasts, and yet something can always be made from the soil. He gardened with the same unblinded hope and unwillingness to concede that he lived by, always ready to say if not now, then later. 

On weekends, while Gloria was working, Mr. Padilla would often usher his kids and their cousins into his gray Aerostar van for excursions to Oakland A’s games, navigating by instinct rather than by map. “We think he got lost on purpose,” said his son Paco, who described the impromptu detours as a chance to explore new corners. 

An affable conversationalist, Mr. Padilla was known to pick up hitchhikers and chat easily with strangers on the street. Yet he was also a quiet observer. “He was the wisest man in the room,” his son Edgar said. “They always speak the least, but when they do say something, you should listen up.”

The Padilla children were expected to excel and to be stoic in their efforts. “Echarle ganas,” or “give it all you’ve got,” was one of their father’s mottos, repeated often to his five children and 12 grandchildren. 

All five of the Padilla kids graduated from college. Yesenia, who became pregnant at 15, recalls the fear she felt when she told her father, but he met the news with kindness. “Oh well,” Carmelo had clucked. “You’re going to have her, and we’re going to love her.” Her daughter, Yaneli, grew up thinking of him as a second father. 

Today, Yesenia works at the health clinic in Point Reyes Station; Edgar and Paco are sergeants with the Sausalito Police Department; Omar played Division I baseball and now supervises juvenile hall; and Carmel, once a wildland firefighter, drives a paving truck.

“They gave us a better life,” Yesenia said of her parents. “And we spend the rest of that life figuring out how we can pay off the debt.” 

In 2008, Mr. Padilla developed an infection after stepping on a nail at the dairy, and it led to gangrene. He avoided amputation but was forced to retire, and he and Gloria moved in with Yesenia and her family in Petaluma. He soon channeled his energies into an organic farm project in Paco’s backyard. 

For 12 years, he and Gloria sowed seeds each February, nurturing them until spring, when the family gathered to transplant the young shoots into tilled soil. They sold their produce to local markets, and Mr. Padilla took solace in the rhythm of the work—waiting for rain, watching water coax seedlings from the soil, and observing the garden become a wilted mystery in late autumn, buried under fallen leaves.

“He loved creating life out of seeds,” Yesenia said. “So we buried him with a packet of them. Comos and sunflowers.”